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| Un día, hace cientos de años, el dios Quetzalcóatl decidió viajar por todo el mundo. Su aspecto era el de una serpiente adornada con plumas de color verde y dorado, así que para no ser reconocido, adoptó forma humana y echó a andar. | |
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| Era una preciosa noche de verano. Las estrellas titilaban y cubrían el cielo como si fuera un enorme manto de diamantes y, junto a ellas, una anaranjada luna parecía que lo vigilaba todo desde lo alto. El dios pensó que era la imagen más bella que había visto en su vida. | |
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| El conejo se sintió fatal ¡No podía consentir que eso sucediera! Se quedó pensativo y en un acto de generosidad, se ofreció al dios. – Tan sólo soy un pequeño conejo, pero si quieres puedo servirte de alimento. Cómeme a mí y así podrás sobrevivir. El dios se conmovió por la bondad y la ternura de aquel animalito. Estaba ofreciendo su propia vida para salvarle a él. | |
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| Tomándole en brazos le levantó tan alto que su figura quedó estampada en la superficie de la luna. Después, con mucho cuidado, le bajó hasta el suelo y el conejo pudo contemplar con asombro su propia imagen brillante | |
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| Su promesa se cumplió. Todavía hoy, si la noche está despejada y miras la luna llena con atención, descubrirás la silueta del bondadoso conejo que hace muchos, muchos años, quiso ayudar al dios Quetzalcóatl. | |
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